jueves, 19 de julio de 2018

Psiquiatría de los golpes de la calle...





Psiquiatría de los golpes de la calle


If you got A**S spread it around and take some lives
GG ALLIN

El nuevo día me asechaba, igual que un asesino. Ella aún sonreía por mis ocurrencias. Fue una velada magnífica. Recordé la tarde, el dosel de nubes que esbozaban la figura de un león rugiendo, también recordé el hermoso rostro de Beatriz; su misterioso cabello corto. «Ella tiene esa manía esnobista de comer mientras escucha jazz», me dije, «Sin embargo yo también tengo mis rarezas, siempre almuerzo viendo hacia la ventana, como buscando un dintel o tratando de descifrar el lenguaje del viento».
     Todo se volvió un poco tenso hacia el final, por mis estupideces. Nos acompañó por unos instantes el expresidente del país, quien al reconocerme preguntó si podía sentarse con nosotros. Asentí, inmediatamente le colocaron una silla junto a Beatriz. Minutos después él se molestó de tal modo que se abrían sus fosas nasales como un dragón a punto de escupir fuego.
     −Usted presume su brillante educación, piensa que todo lo que usted representa roza lo inmaculado; pero en realidad no entiendo. Usted es dueño de un diario amarillista, con editoriales atestadas de políticos corruptos, donde además se ve a los narcos como estrellas de cine con ribetes de violencia pornográfica, y así mismo, a dos vueltas de hoja, habla sobre maravillas moralistas y religiosas. ¡Qué paradoja para alguien que presume tanto!−, le dije, con mi cara zumbona y provocativa.
     El expresidente se levantó de la mesa (diplomáticamente, por supuesto) y en un santiamén desapareció con su ridículo séquito. Ciertamente, él hablaba con su cara vulgar y pretenciosa sobre su diplomado en Oxford cuando yo, como todo un Rambo, aparecí jodiendo su ultrajado discurso construido a base de lameculos.
     Poco después abandonamos el lobby, sin saber qué hacer, presas Beatriz y yo de un inagotable silencio. No hicimos más que subirnos al auto y alejarnos del lugar en una dirección cualquiera. Yo miraba los headlights del auto, los eucaliptos con los que a veces charlaba siempre que divagaba por esa avenida.
  
 −Qué va, árabe-indígena−, pensé, en voz alta.
     Beatriz entendía mi disgusto, sin embargo no decía nada. Absolutamente nada. Los demás automóviles y los árboles era lo único que nos hacía avanzar, eran nuestro idioma, nuestro diálogo.
     −Mi madre lidia con números y yo con la calle. Soy misántropo, ¿sabés? Antes bebía cascadas de alcohol, tenía miedo a estar solo, y cuando estaba acompañado no hacía más que actuar−, le dije.
    −En la vida ocurre lo que tiene que ocurrir−, expresó, con su hermosa voz pausada. –Eres una de las personas más emocionantes que he conocido−, añadió, poco después, sin quitar las manos del volante.
     Sonreí, siempre me ha gustado sonreír. No importan los porqués. Por eso caigo mal a personas que pasan por este callejón llamado mundo, porque me río de sus glorias y desgracias; porque todo, por más que le den otros tintes, no es más que una sutil comedia.
     −Aquí está bien que me dejés−, le dije, luego de distinguir a lo lejos mi casa. Ella aparcó el coche y puso la intermitentes. Entonces la besé y acaricié su frente. Luego salí del auto. Avanzaba por la acera pensando en qué Beatriz me fascinaba, pensando en su belleza.
     −Love ya!−, gritó, al pasar justo a mi lado.
     Saqué la mano de mi abrigo para lanzar un ademán de despedida. De pronto, a lo lejos, vislumbre tres siluetas, y escuché además como coreaban un marañero tropical. «Bueno, este es un país tropical. Yo soy un outsider  aquí», me dije. También pensé que se trataba de borrachos, pero cuando los distinguí gracias a la proximidad, supe que se trataba de tres hurones hijos de puta, y uno de ellos cargaba un puñal.
     −Pasá las mierdas rápido, hijo de puta−, me dijo uno de los cabrones. Entonces me rodearon. El hijo de puta del puñal estaba frente a mí, un tipo con aspecto de Shaggy se colocó a mi lado y el otro, con horrorosos problemas de acné, se posicionó detrás. 
     −Pasá la chumpa.
 «Fuck», me dije, y recordé a Eugene, mi amigo ucraniano que me regaló la jacket, cuando la fui a visitarlo a Odessa. Entonces el tipo del acné comenzó a cantar aquella tonada tropical, “con solo un beso”.
 
  −¡Las mierdas, hijo de puta, ponete vivo!−, gritó el cabrón del puñal.
     Entonces noté que el tipo con aspecto a Shaggy estaba nervioso, ni el alcohol y las drogas lo habían calmado, de hecho hicieron todo lo contrario.
     −Aquí está mi cartera−, les dije, seriamente. –Con esto les basta−.
     −No, ni pija, queremos todo.
     Entonces le asesté un puñetazo al Shaggy y le reventé la nariz. Calló al suelo sosteniéndose la cara. El otro tipo intentó sumergirme el puñal, pero pude desviar su ataque hacia mi estómago con mi mano izquierda, la que hirió profundamente. Entonces comenzamos a pelear.

 Soy un experto en el arte del pugilismo. Pude derribar al tipo del puñal, pero al otro tipo no, tenía la piel de cocodrilo. No tuve más remedio que utilizar mi jacket, con toda mi rabia como combustible y al estilo David frente a Goliat, como arma de guerra. Se la lancé, y en el momento en el que intentó cubrir con los brazos su rostro, lo arremetí al estilo Rocky Balboa.
     Ahí estaban, en el suelo, me resultó inevitable no disfrutar de mi gloria. Levanté mis brazos como Balboa, levanté del suelo mi jacket y la alzaba como al cinturón mundial. Gritaba y gritaba. Luego comencé a chorrearlos con la sangre de mi mano mientras continuaba gritándoles, pero esta vez diciéndoles que tenía aids, que estaban jodidos, por hijos de puta, que ahora ellos, como yo, tenían aids, y a medida que intentaban levantarse los embestía con mis Dc. Martens, cuando de pronto un automóvil se detuvo frente a nosotros.
     −¡Este cabrón está loco, súbanse, por eso te dije que trajeras la nueve de tu papá, imbécil!−, gritó el conductor.
     −¿Qué pedos con vos? Bajáte hijo de puta−, grité.
     Se subieron al auto y se largaron. «¿Qué clase de delincuentes son estos», me dije. En el suelo yacía el puñal. Lo tomé con una bolsa plástica y me dirigí a mi casa, sonriente.
  Hice sonar el timbre tres veces. Al entrar, mis gatos Blaker y Filipino maullaban a mi encuentro.
   
 −¿Estás herido?−, preguntó mi madre, algo asustada.
 
 Alcé mi brazo izquierdo, el mismo con el que me despedí de Beatriz, el mismo que ella me enseñó a alzar cuando me daba clases de matemáticas. También escondí el puñal al borde de un macetero, sin que ella lo notase.
     Mi madre comenzó a examinar mi mano, sin inmutarse, luego me llevó hasta la cocina y comenzó a desinfectarla. También hizo alrededor un torniquete.
«Los matemáticos son fríos», me dije.
     −Madre, el 1 es el número más solitario−
     Ella sonrió y me besó.
     −Tenemos que ir al hospital. Es una herida grave−
     Al salir, Blaker y Filipino jugueteaban con mi trofeo de guerra, con mi cinturón mundial. Lamían el puñal y lo mordían como si fuese una bola de ovillo. Sonreí. Mi madre, ya dentro del auto, sintonizó una pieza musical de E.T.A. Hoffman. «Ella está destinada a lidiar con números, con mis heridas. Yo siempre lidiaré con esto», me dije. No sé por qué me sentía como el psiquiatra de los golpes, el psiquiatra de estas calles. 


#xibalbastars y otros relatos