If you got
A**S spread it around and take some lives
GG ALLIN
El nuevo día me asechaba, igual que un
asesino. Ella aún sonreía por mis ocurrencias. Fue una velada magnífica.
Recordé la tarde, el dosel de nubes que esbozaban la figura de un león
rugiendo, también recordé el hermoso rostro de Beatriz; su misterioso cabello
corto. «Ella tiene esa manía esnobista de comer mientras escucha jazz», me
dije, «Sin embardo yo también tengo mis rarezas, siempre almuerzo viendo hacia
la ventana, como buscando un dintel o tratando de descifrar el lenguaje del
viento».
Todo se volvió un poco tenso hacia el final, por mis estupideces. Nos
acompañó por unos instantes el expresidente del país, quien al reconocerme
preguntó si podía sentarse con nosotros. Asentí, inmediatamente le colocaron
una silla junto a Beatriz. Minutos después él se molestó de tal modo que se
abrían sus fosas nasales como un dragón a punto de escupir fuego.
−Usted presume su brillante educación, piensa que todo lo que usted
representa roza lo inmaculado; pero en realidad no entiendo. Usted es dueño de
un diario amarillista, con editoriales atestadas de políticos corruptos, donde
además se ve a los narcos como estrellas de cine con ribetes de violencia
pornográfica, y así mismo, a dos vueltas de hoja, habla sobre maravillas
moralistas y religiosas. ¡Qué paradoja para alguien que presume tanto!−, le dije,
con mi cara zumbona y provocativa.
El expresidente se levantó de la mesa (diplomáticamente, por supuesto) y
en un santiamén desapareció con su ridículo séquito. Ciertamente, él hablaba
con su cara vulgar y pretenciosa sobre su diplomado en Oxford cuando yo, como
todo un Rambo, aparecí jodiendo su
ultrajado discurso construido a base de lameculos.
Poco después abandonamos el lobby, sin saber qué hacer, presas Beatriz y
yo de un inagotable silencio. No hicimos más que subirnos al auto y alejarnos
del lugar en una dirección cualquiera. Yo miraba los headlights del auto, los eucaliptos con los que a veces charlaba
siempre que divagaba por esa avenida.
−Qué va, árabe-indígena−, pensé, en voz alta.
Beatriz entendía mi disgusto, sin embargo no decía nada. Absolutamente
nada. Los demás automóviles y los árboles era lo único que nos hacía avanzar,
eran nuestro idioma, nuestro diálogo.
−Mi madre lidia con números y yo con la calle. Soy misántropo, ¿sabés?
Antes bebía cascadas de alcohol, tenía miedo a estar solo, y cuando estaba
acompañado no hacía más que actuar−, le dije.
−En la vida ocurre lo que tiene que ocurrir−, expresó, con su hermosa
voz pausada. –Eres una de las personas más emocionantes que he conocido−,
añadió, poco después, sin quitar las manos del volante.
Sonreí, siempre me ha gustado sonreír. No importan los porqués. Por eso caigo mal a personas
que pasan por este callejón llamado mundo, porque me río de sus glorias y desgracias;
porque todo, por más que le den otros tintes, no es más que mierda.
−Aquí está bien que me dejés−, le dije, luego de distinguir a lo lejos
mi casa.Ella aparcó el coche y puso la intermitentes. Entonces la besé y
acaricié su frente. Luego salí del auto. Avanzaba por la acera pensando en qué
Beatriz me fascinaba, pensando en su belleza.
−Love ya!−, gritó, al pasar justo a mi lado.
Saqué la mano de mi abrigo para lanzar un ademán de despedida. De
pronto, a lo lejos, vislumbre tres siluetas, y escuché además como coreaban un
marañero tropical. «Bueno, este es un país tropical. Yo soy un outsider aquí», me dije. También pensé que se
trataba de borrachos, pero cuando los distinguí gracias a la proximidad, supe
que se trataba de tres hurones hijos de puta, y uno de ellos cargaba un puñal.
−Pasá las mierdas rápido, hijo de puta−, me dijo uno de los cabrones.Entonces
me rodearon. El hijo de puta del puñal estaba frente a mí, un tipo con aspecto
de Shaggy se colocó a mi lado y el otro, con horrorosos problemas de acné, se
posicionó detrás.
−Pasá la chumpa.
«Fuck», me dije, y recordé a Eugene, mi amigo ucraniano
que me regaló la Jacket, cuando la fui a visitarlo a Odessa. Entonces el tipo
del acné comenzó a cantar aquella tonada tropical, “con solo un beso”.
−¡Las mierdas, hijo de puta, ponete vivo!−, gritó el cabrón del puñal.
Entonces noté que el tipo con aspecto a Shaggy estaba nervioso, ni el
alcohol y las drogas lo habían calmado, de hecho hicieron todo lo contrario.
−Aquí está mi cartera−, les dije, seriamente. –Con esto les basta−.
−No, ni pija, queremos todo.
Entonces le asesté un puñetazo al Shaggy y le reventé la nariz. Calló al
suelo sosteniéndose la cara. El otro tipo intentó sumergirme el puñal, pero
pude desviar su ataque hacia mi estómago con mi mano izquierda, la que hirió profundamente.
Entonces comenzamos a pelear.
Soy un experto en el arte del pugilismo. Pude
derribar al tipo del puñal, pero al otro tipo no, tenía la piel de cocodrilo.
No tuve más remedio que utilizar mi jacket,
con toda mi rabia como combustible y al estilo David frente a Goliat, como arma
de guerra. Se la lancé, y en el momento en el que intentó cubrir con los brazos
su rostro, lo arremetí al estilo Rocky Balboa.
Ahí estaban, en el suelo, me resultó inevitable no disfrutar de mi
gloria. Levanté mis brazos como Balboa, levanté del suelo mi jacket y la alzaba como al cinturón
mundial. Gritaba y gritaba. Luego comencé a chorrearlos con la sangre de mi mano
mientras continuaba gritándoles, pero esta vez diciéndoles que tenía sida, que
estaban jodidos, por hijos de puta, que ahora ellos, como yo, tenían sida, y a
medida que intentaban levantarse los embestía con mis Dc. Martens, cuando de
pronto un automóvil se detuvo frente a nosotros.
−¡Este cabrón está loco, súbanse, por eso te dije que trajeras la nueve de tu papá, imbécil!−, gritó el conductor.
−¿Qué pedos con vos? Bajáte hijo de puta−, grité.
Se subieron al auto y se largaron. «¿Qué clase de delincuentes son
estos», me dije. En el suelo yacía el puñal. Lo tomé con una bolsa plástica y
me dirigí a mi casa, sonriente.
Hice sonar el timbre tres veces. Al entrar, mis gatos Blaker y Filipino
maullaban a mi encuentro.
−¿Estás herido?−, preguntó mi madre, algo asustada.
Alcé mi brazo izquierdo, el mismo con el que me despedí de Beatriz, el
mismo que ella me enseñó a alzar cuando me daba clases de matemáticas. También
escondí el puñal al borde de un macetero, sin que ella lo notase.
Mi madre comenzó a examinar mi mano, sin inmutarse, luego me llevó hasta
la cocina y comenzó a desinfectarla. También hizo alrededor un torniquete. «Los
matemáticos son fríos», me dije.
−Madre, el 1 es el número más solitario.
Ella sonrió y me besó.
−Tenemos que ir al hospital. Es una herida grave.
Al salir, Blaker y Filipino jugueteaban con mi trofeo de guerra, con mi
cinturón mundial. Lamían el puñal y lo mordían como si fuese una bola de
ovillo. Sonreí. Mi madre, ya dentro del auto, sintonizó una melodía de E.T.A.
Hoffman. «Ella está destinada a lidiar con números, con mis heridas. Yo siempre
lidiaré con esto», me dije. No sé por qué me sentía como el psiquiatra de los
golpes, el psiquiatra de estas calles.